Los libros que le cambiaron la vida al vecino Manuel López, afincado en la República de Mataderos desde que nació en 1935.

En 80 años he leído muchos libros: buenos, malos, aburridos, intensos. Cada escritor, en distintas etapas de mi vida, fue como un maestro. Muchos libros, releídos. Fui encontrando vivencias distintas en cada lectura. A veces, volaba como un gorrión, porque esa lectura era como una caricia al alma. Ahora bien, si vivía envuelto en los dolores de la vida, ese libro me parecía un folletín. En verdad, el alcohol pica donde hay heridas.

Sandokán, de Emilio Salgari

El mes de enero de 1943 corría caluroso, más que caluroso, pegajoso. Sentía dentro de mí algo distinto. Esperé la hora de la siesta, Lola dormía después de una mañana de intenso trabajo. Lentamente, fui al fondo, a la quinta, trepé a una de las higueras, y me escondí de los rayos del sol que atravesaban las hojas convertidas en ventana. Junté las brevas y los higos comunes, puse hojas verdes en el carrito, y deposité los frutos. Esperé el atardecer y, después de la merienda obligatoria, sin ser visto, caminé con mi carrito Oliden calle arriba. Los vecinos, sentados en las puertas de sus casas, sonreían, charlaban, comentaban. Al verme con el carrito peguntaban y, al llegar a la esquina quedaba vacío y, en mi bolsillo, asomaba un peso con 45. Corrí como loco hasta la avenida Alberdi, esperé el paso del tranvía. Al lado del correo un cartel me gritaba “López Schiavo-Compra y venta de libros usados”. En el cajón que sobresalía hacia la calle, en un cartel escrito a mano se vislumbraba: “Todo por 10 centavos”. Levanté el primer libro con una tapa llena de piratas y un nombre que sobresalía en negro: Sandokán. Lo acaricié, pagué y volví a casa recogiendo el carrito con rulemanes que me cuidaba doña María. Después de la cena comencé a leerlo y sólo recuerdo que tarde, muy tarde, Lola me empezó a gritar “¡Manolito, la luz!”.

Ese fue el día que descubrí un mundo nuevo. Sin darme cuenta me convertí en un inmigrante como mis padres, pero sin salir de casa. A mis 8 años, el regalo más grande fue la pasión por este libro.

Me convertí en un adicto. La dopamina produjo el efecto de la obsesión regalándome momentos de mucho placer. Este fue el primero de mis libros, después siguieron Verne, Dumas, Víctor Hugo, Martk Twain, los rusos, muchos filósofos, muchos libros…

Evangelio. El libro de la nueva alianza

En un momento espiritual, complejo de mi vida, llegó a mis manos el Evangelio. Leí y releí cada página, intentando incorporarlo a mi vida. Ser cristiano no es llenarse la panza de hostias. Ser cristiano es un estilo de vida y el Evangelio te enseña a vivirla.

Me impactó conocer la Nueva Noticia. A través de ella, experimenté la misericordia. Descubrí lo que implica compadecerse del dolor ajeno y me enseñó a perdonar. Recuerdo a Magdalena, apedreada hasta que apareció una voz que le gritó a los agresores: “¡El que esté exento de culpa que arroje la primera piedra!”, y todos se escaparon lo más rápido posible. Recuerdo también el perdón al hijo que malgastó su vida, que volvió vencido y que no recibió reproches. Por el contrario, el padre lo vistió, le preparó el mejor de los banquetes, organizó una fiesta, levantó los ojos y sólo pronunció: “Tenía un hijo muerto y volvió a la vida”. Eso me enseñó a darle libertad a mis hijas. Entendí que no somos sus dueños, sino simples administradores y por un tiempo.

Estas enseñanzas atravesaron mi vida entera. En cada nueva lectura nunca fui el mismo. El encuentro con el Evangelio fue un punto de inflexión-quiebre para habitar este mundo, y aprendí a convivir con el prójimo.

Durante un periodo de mi vida, viví la dura experiencia de ir a la cárcel de Sierra Chica a leerles a los presos que, sentados con el mate listo en la mano, nos esperaban expectantes. Les leía el Evangelio, en especial, lo relacionado con el perdón y Los Miserables. ¡Qué preguntas, qué respuestas!

Un día nos permitieron llevar un vino. Lo tomamos entre quince personas para celebrar el cumpleaños de uno de los muchachos del penal. Descubrí el valor de las vivencias colectivas a través de la lectura.

Cantares gallegos, hojas nuevas y la hija del mar, de Rosalía de Castro

Lola vivía sentada casi todo el día en un sillón de lona verde. Una vez al mes pedía que la vistieran con sus mejores ropas. A media mañana las pasaba a buscar. Me costaba trabajo sentarla en el coche. Lola se reía; mentalmente, con una lucidez que asombraba, lloriqueaba, diciendo “¡Qué trabajo les doy!”.

La llevaba por Alberdi hasta llegar a Cafayate, la esquina del Banco Provincia, donde tenía muchas amistades. Estacionaba el coche en la puerta y un empleado le traía el recibo y el sobre de su jubilación. La llevaba a casa, miraba sus ojos, esos ojos tan especiales que sonreían y repartía el dinero que acababa de cobrar a cada una de mis hijas según sus edades. Después charlábamos y me decía: “Manolito, ¿me leés el libro?” Yo, que lo tenía preparado, durante un pequeño ratito diagramaba en su pentagrama las poesías en gallego de Rosalía, “Airiños, airiños aires, airiños, la miña terra, airiños de levadme a ela”. Ella cerraba sus ojos, mientras se quedaba dormida. Yo sentía que me perdía la posibilidad de sentir esa mirada y tomar sus manos. No importan los viajes, porque nunca hubo ni habrá otras manos y otros ojos.

Esa noche en especial la llevamos de vuelta a su casa. Noche fría de julio; los árboles cubrían la tenue luz de la esquina. Lentamente, la bajamos y, antes de llegar a la puerta, Lola me dijo: “¡Qué luz tan brillante!”. Fuimos llegando al interior de la casa y volvió a repetir: “¡Qué luz brillante! ¡Qué raro, Mabel no la apagó!”. La dejé en manos de Norberto, mi cuñado. Le di un beso y volví a casa.

Después de la ducha, me estaba poniendo el pijama y sonó el timbre. Me di vuelta y le dije a Esther, mi señora: “Se murió mamá”. Me asomé por la ventana desde el primer piso, vi a mi sobrino y dos lágrimas cayeron sobre el jardín. El colibrí había regresado a su nido.

Los libros de Rosalía de Castro fueron el puente que recorrimos juntos Lola y yo.

Los años me ayudaron a descubrir que, cuando dejé de tener los libros en mis manos, me entregué a la condena de una ignorancia autolegida. Hoy puedo decir que leer nunca fue una opción. Los libros fueron mi alimento. Muchos de ellos reflejaban lo que yo llevaba dentro; voces conjugadas y mezcladas, conocidas y desconocidas, palabras de alegría y esperanza, palabras de angustia, agonía y auxilio. Todas ellas desataron la belleza y la oscuridad, la lucidez y ebriedad de mi inmensa y pequeñísima alma.

¿Cuántas veces viví como mis personajes y cuántas veces también morí, para resucitar, leyendo otro escritor?

Manuel López