
Un coro de bocinas inunda la jornada que empieza a despabilarse. A un par de cuadras del centro comercial de Liniers, el frío del invierno no parece hacer mella en los cuerpos presurosos que surcan sus calles para intentar ganarle al tiempo. Es lunes y la semana laboral recién se está desperezando. Aún resta recorrer un largo camino, poblado de una mezcla rara de rutina e incertidumbre, para alcanzar el sosiego tan ansiado del fin de semana.
Los automovilistas que intentan bajar por Montiel hacia Rivadavia están detenidos y ofuscados. No solamente no pueden avanzar ni un par de metros, sino que además observan cómo a su alrededor, la gente de a pie lo hace con total comodidad.
En la bocacalle del cruce con Ibarrola, un sonoro insulto estalla en la boca del conductor de un Corsa, que parece ser un remis. Por un instante, aquel grito rompe con la exclusividad de los bocinazos. Va dirigido a quien está a bordo del Ford Fiesta que le obstruye el paso, en su vano intento por avanzar hacia General Paz. El tipo lo mira fijo, pero no le contesta, y eso parece ofuscar aún más al remisero, que resuelve abrir la puerta y bajarse para ir a encararlo. La pasajera que lo acompaña en el asiento trasero intenta calmarlo, pero el chofer no la escucha. Si algo le faltaba a ese desapacible lunes linierense era una pelea a trompadas en el medio de la calle. Contienda que sólo queda en aprontes, porque el del Fiesta sigue sin inmutarse y entonces, como una incomprensible represalia, su auto recibe una patada en la puerta delantera que deberá solucionar un chapista.
Dos peatones intentan sujetar al remisero, que sólo logra calmarse cuando, por fin, la fila de autos de Ibarrola reanuda su marcha hacia General Paz. Ahora los bocinazos que vuelven a reventar el aire son para él, invitándolo a regresar al auto y avanzar, al menos, unos quince metros, cosa que finalmente hace a regañadientes.
Mientras tanto, dos comerciantes que aguardan pacientemente la llegada de algún cliente comentan lo sucedido apoyados sobre el frente de un negocio de artículos de librería. Al menos afuera del local sí hay algo de acción. Pero el vértigo de la mañana no les da respiro. Ahora sus ojos apuntan hacia la vereda de enfrente, donde un camión de reparto con el logo de un supermercado francés obstruye la entrada al garaje del edificio.
Desde el primer piso una mujer mayor suplica a viva voz que lo corran, pero el conductor del vehículo parece no escucharla. Tal vez está atrapado por el ritmo pegadizo de una cumbia que sale por la ventanilla del camión y se atreve a marcarles el paso a los pequeños de guardapolvo blanco que están llegando tarde a la escuela. De pronto, un repartidor se acerca al vehículo a buscar mercadería y, con una sonrisa, le responde con sorna a la anciana: “estamos laburando abuela, vaya a ver la novela que hace frío”.
Pero la gélida mañana de agosto en ese micromundo de Liniers se empecina en no tener paz. El grito desesperado de una mujer de mediana edad se suma a la ebullición de la cuadra. “¡Me robaron el celular!”, solloza a pura impotencia, mientras un joven presuroso se abre paso entre la gente con el teléfono en sus manos, hasta perderse al doblar por Ramón Falcón. Uno de los comerciantes que continúa en la vereda de espaldas a su local vacío, le acerca una silla y le ofrece un vaso con agua, gentileza que no podrá mitigar la pena de la mujer, pero que al menos le hará saber que no todo está perdido.
Un rayo de sol se cuela entre las nubes y de pronto la mañana cobra un brillo especial. Como si el calor del astro rey fuera capaz de dar vuelta un partido que empezó dos cero abajo.
Ya no se escuchan las bocinas. El tránsito fluye sin trabas. El camión del reparto retomó su marcha hacia Rivadavia y los acordes de cumbia lo siguieron hasta apagarse. La víctima del robo está más tranquila y hasta se atreve a dibujar una sonrisa. Y como si fuera poco, un cliente ingresa a la librería.
Lentamente todo comienza a acomodarse. Tal vez sea tiempo de que vuelva a salir el sol.
Lic. Ricardo Daniel Nicolini