La cercanía de la casa que habitó la escritora Inés Fernández Moreno con la que habitó el poeta Luis Luchi entre 1972 y 1976, lleva a Sebastián Scolnik a pensar el barrio como “una lengua”, ya que para él “No hay territorio sin una voz que lo interprete, lo narre y lo dignifique expresando sus dramáticas circunstancias, pero también sus posibilidades”.
El Portal de Parque Chas, publica por gentileza de sus organizadores (*), el texto que expuso Sebastián Scolnik durante la 5º Edición del Festival Internacional de Poesía (FIP) “Luis Luchi”, el pasado 13 de septiembre de 2025 en el Club S.C. y D. El Trébol, en el marco de los festejos por el primer centenario de la fundación de Parque Chas.
El territorio, el archivo y la lengua encarnada
Por Sebastián Scolnik (**)
Su imponente figura se disimula con una frondosidad vegetal que oculta su temperamento majestuoso en una atmósfera rodeada de misterio. Pinos, papiros y otras especies, se entreveran con los tonos mostaza y bordó de la casona, lo que permite acolchonar el rumor de la calle Pampa que insiste con el ritmo febril de su tránsito y sus bocinas. El fresco vegetal que se adivina en las tardes de verano, no mitiga la presencia de esos atardeceres que, vistos desde su orientación al noroeste, estallan en cielos naranjas y rosados que se recortan en el horizonte. Bauness y Ballivián, donde la impetuosa bajada de la traza colma de bríos a automovilistas y ciclistas hasta que, de pronto, se intimidan frente a la abrupta interrupción que la propia Bauness propone al llegar a su indescifrable encuentro consigo misma. Bauness y Bauness, mismidad insólita que disimula, en la sorpresa de su absurdo, la anomalía de un largo itinerario en el que la interrupción no es menos destacable que su continuidad. Nace por Avda. Congreso, intercalándose con Triunvirato, para encallar en las vías del Ferrocarril Mitre, recomenzando luego en Avda. Monroe hasta llegar a sí misma en Parque Chas. Su continuidad se juega en una envolvente curvatura que cruza extrañamente Victorica y también Avda. De los Incas; inexplicable desenlace diagonal que logra convertir en líneas paralelas aquello que, metros más adelante, está llamado a entrecruzarse. Su travesía se interrumpe, nuevamente, al llegar a la frondosa Santa Rita que preanuncia el campo deportivo Malvinas, perteneciente a la AAAJ. Si ya creíamos que allí se extinguía, Bauness vuelve a emerger por detrás de este predio aventurándose hacia su disolución en la expectante e incierta zona denominada “La Isla”.
Si la casona de Bauness 1741, esquina Ballivián, está asociada al apellido Fernández Moreno, unos metros más abajo, precipitándonos hacia su enigmático recodo, vivió desde el año 1972 hasta su exilio el gran poeta chasense Luis Luchi. Bauness 1696, una de las clásicas casas bajas de Chas, en este caso con tonos grises y salmones, desplegada en un terreno ancho y presumiblemente corto (como tantos otros que pueblan nuestro barrio), en los que se deja adivinar su terraza. En definitiva, estamos hablando, desde ya, de los 50 metros de poesía más concentrados de América Latina y el Caribe.
Don Baldomero Fernández Moreno, fue el gran poeta de los “70 balcones y ninguna flor”. Su observación meticulosa de una ciudad que por entonces se presentaba como una dispar aglomeración de caseríos, convertía su poesía en un testimonio vivo del latido urbano tramado por expansiones y contracciones que conspiran contra la idea misma de una estabilidad. Nació en 1886 en la calle México, en San Telmo, a una cuadra de donde 15 años más tarde se inauguraría la Biblioteca Nacional. Era un edificio consagrado al funcionamiento de las loterías y cuyo destino fue birlado por la insistencia de Paul Groussac, su antiguo director, que logró convencer a Roca de que sería el lugar apropiado para estos fines. De la relación entre el azar —propio de las loterías— y la lectura, se ha ocupado su otro gran director, Jorge Luis Borges, según nos ha recordado su más reciente conductor, Horacio González.
Luego de radicarse en un pueblito español y volver a Buenos Aires (se mudó a una casa en Avenida de Mayo) para estudiar medicina, el joven Baldomero probó suerte en Chascomús. Pero sus destinos no estarían ligados al funcionamiento orgánico de los cuerpos sino a la capacidad de imaginar la vida en sus sufrimientos, dolores y bellezas. Abandonar la medicina para dedicarse a la poesía era algo tan irracional como necesario. Los tonos del alma y sus afecciones urbanas fueron su obsesión.
César Fernández Moreno, uno de los hijos de Baldomero, fue un inquieto poeta que, como su padre, hizo uso del sublime derecho a la deserción. Dejó su profesión de abogado para adentrarse en las artes de la escritura poética. Su “Argentino hasta la muerte” es una pieza enigmática. Pues lo que parece una reafirmación insoslayable y contundente de la identidad nacional, es a la vez una interrogación acerca de la propia biografía que, en el fondo, mantiene abierta la pregunta por lo que somos. Su nacionalismo de izquierda no seguía los estereotipos de las derechas argentinas, sino que hurgaba en otras alforjas bibliográficas: Ezequiel Martínez Estrada, los intelectuales de la revista Contorno y las elaboraciones de núcleos intelectuales renuentes a la polarización sencilla del campo político, eran las interlocuciones de quien partía del carácter inacabado de la condición humana. Estas derivaciones, que pueden percibirse en su pasaje a la denominada “poesía existencial” se hacían eco de las grandes conmociones mundiales que afectaron su escritura. Si la existencia precede a la esencia, nos advertía Jean Paul Sartre, no había razones para suponer que el sujeto no es un proyecto cuyos devenires son impredecibles. De allí la imperiosa necesidad, según señalan los críticos literarios, de su pasaje de la poesía “formal” hacia una poesía “conversacional”, cuya cifra hay que buscarla en los descubrimientos de una generación y sus relaciones con el surgimiento de una nueva izquierda alumbrada por los destellos de la Revolución Cubana.
Precisamente, luego de haberse radicado en París en los años sesenta, César Fernández Moreno codirigió, junto a David Viñas, en el año 1981, el número especial 420-421 de la revista Los tiempos modernos, fundada por Jean Paul Sartre, editada por Claude Lanzmann y traducida al castellano por la Biblioteca Nacional. Ese número está dedicado a denunciar el terror y las desapariciones de la Dictadura. No sabemos si Luchi y Fernández Moreno se han conocido. Pero no tenemos duda de que fueron parte de una generación que pensó la poesía como un modo de vida en el que la palabra encarnada surgía de una experiencia y de una expectativa por transformar sus propias vidas, las que nunca se concibieron como separadas de los derroteros colectivos.
Inés Fernández Moreno fue hija de César. Siguiendo su linaje familiar, canjeó su empleo como publicista por la incierta labor de escritora. Cuentos (el emblemático “Milagro en Parque Chas” que narra un inverosímil partido de fútbol entre Argentina y Brasil, en el que algo extraño ocurre a partir de una deriva barrial y un relato que tuerce el rumbo de un catastrófico resultado) y algunas novelas, fueron los modos en los que su escritura se hizo presente. Pero, lo sabemos bien, nunca las fronteras son tan nítidas y no podemos dar por supuesto que un texto pueda encasillarse en un género determinado.
Cuando pienso en los Fernández Moreno no puedo dejar de evocar a Kafka. Porque en los tres casos, los rudimentos de la vida convencional y profesional, que transcurría durante el día, se vieron confrontados con las ensoñaciones nocturnas. El Kafka escritor, que surge en los pliegues de unas noches acechantes (como también piensa Jaques Rancière a los comuneros de París en La Noche de los proletarios, configurando la nocturnidad como el tiempo sustraído a la explotación y entregado a la conspiración), fue también el que tuvo que enfrentar su propio destino. “Carta al padre”, manifiesto fenomenal acerca de las relaciones complejas entre las generaciones, es un testimonio muy cercano a lo que César, respecto de Baldomero e Inés respecto de César, tuvieron que elaborar. Cómo enfrentar el obstáculo que desveló a los que vinieron antes; cómo afirmar una perspectiva propia capaz de asumir las determinaciones de su tiempo para inventar opciones allí donde quienes vinieron antes encallaron o no pudieron. En definitiva, de eso se trata la vida; de inventar una época desplegando una relación libre y profana con el archivo.
Por la casona de Bauness pasaron, en intensos mitines gastronómicos, León Rozitchner, Graciela Schvartz, Jorge Dana, Ana María Shua, Alejandra Kamiya (su gran amiga, con la que salían a caminar por Agronomía), Vanina Colagiovanni y Mario Varela. También Jorge Fondebrider.
Inés fue a buscar, en 2021, los archivos de César a París, los que finalmente, fueron donados a la Biblioteca Nacional, institución que también editó, por los buenos oficios de Lillian Garrido, la obra completa del poeta Luis Luchi.
La médica Mónica Müller, otra gran amiga de Inés, contó sus últimos días con una gracia fuera de lo común. Tal vez no haya mejor homenaje que la ironía para referirse al absurdo, a las situaciones más dramáticas y vitales que suelen ser desmerecidas, despojándolas de vitalidad, por la solemnidad.
Dice Mónica:
El 9 de noviembre murió Inés Fernández Moreno en su casa de Parque Chas, acompañada por su marido, sus hijos, su hija y su perra Pina. Una semana antes, mirando las hojas y los pétalos secos que cubrían el jardín trasero, pensé que en esos días en que Inés no los había barrido, la melancolía había aprovechado para entristecer todos los rincones, dentro y fuera de la casa. Inés estaba, pero ya no estaba. Nos sentamos al solcito comiendo un budín de limón horrible que yo había comprado en cualquier lugar, y hablamos de la muerte, de la suya. Estaba sorprendida por la cantidad de personas que habían ido a visitarla; amigos que no veía desde hacía treinta años o gente con la que nunca había tenido cercanía:
–Vienen a despedirse, pero para mí no tiene sentido porque cuando me muera no me voy a acordar de su despedida. Son ellos los que quieren recordar que vinieron a verme por última vez, como si yo fuera un espectáculo raro, la única persona del mundo que se va a morir.
–Otros vienen, tomamos el té y hablamos de cualquier cosa simulando que es una visita como todas, aunque sabemos que nos estamos viendo por última vez. No se animan a hablar de lo que piensan, y yo no digo nada porque se pondrían muy nerviosos.
Cuando éramos muy jóvenes hablábamos siempre de la angustia que nos provocaba la idea de morirnos y dejar a nuestros hijos sin madre.
–Pero ahora que los tres son grandes, tienen sus hijos, su pareja, su vida hecha, morirse no tiene ninguna importancia –dijo cerrando los ojos por el sol.
Sólo le preocupaba que su marido no sabía pagar las cuentas por home banking, y se había empeñado en enseñarle antes de morirse. Lo más importante que le quedaba pendiente era conocer a su cuarto nieto, que estaba por nacer. Unos días después me mandaron la foto. Su hija Ana, más hermosa que nunca, el minúsculo Milo y ella mirándolo casi translúcida, iluminada como quien está frente a un milagro.
Con el humor y la dignidad que la caracterizaron toda su vida, Inés hubiera detestado que dijeran luchó contra una cruel enfermedad, frase ridícula con la que se elude la palabra que corresponde. Ella no luchó, no se resistió, no se quejó, pero tampoco se entregó con resignación. Cuando le dieron el diagnóstico, encaró el tratamiento con confianza y entusiasmo, y cuando pocas semanas más tarde le comunicaron que había sido inútil, cambió de planes sin lamentarse y decidió morirse en su casa sin hacer grandes gestos ni declaraciones. Le mandó a su editora sus textos inéditos, logró completar el taller de escritura que estaba dictando, salió a caminar mientras pudo con sus amigas queridísimas, las recibió en su casa para tomar el té con delicias, se rió con ellas a carcajadas, como siempre había sido, y de paso, sin proponérselo, nos enseñó a todas a morirnos bien.
Si traemos todos estos nombres de un archivo múltiple no es porque nos allanemos a un ejercicio de recordación vana, ceremonioso y vacío. Ni tampoco porque hagamos culto de pertenecer al mundo cultural y sus indecorosos prestigios. Esas trayectorias son, para nosotros, la más cabal expresión de que un barrio no se lo construye a partir de su topología, sus elementos característicos y sus estereotipos establecidos. Un barrio es una lengua. Una determinada forma de disponer las palabras para nombrar aquello que, a menudo, ni siquiera sabemos cómo pensar. No hay territorio sin una voz que lo interprete, lo narre y lo dignifique expresando sus dramáticas circunstancias, pero también sus posibilidades; sin victimismos ni alardes altaneros. Tampoco hay lucha sin concepto ni comunidad sin otra forma perceptiva. Me gustaría pensar la asamblea de esta noche como un llamamiento a la justicia poética de habitar este lugar llenándolo de palabras, quebrando la indiferencia y reinventando nuestras relaciones: para salirnos de las determinaciones técnicas y financieras de una vida sometida a las plataformas, para sustraernos de las disposiciones digitales y algorítmicas y para reencontrar en la voz de los otros y otras un destino común. Solo haciendo vivir el dolor y la ensoñación de cada quien en nuestro propio cuerpo sintiente seremos capaces de reencantar el mundo. Y así, disponiéndonos a ser otros y otras, seremos dignos de quienes lo intentaron antes, perseverando en buscar una salida colectiva cuando, una vez más, la barbarie se disfraza con los ropajes del progreso.
(*) Lilian Garrido y Daniel Quintero (**) Sebastián Scolnik (1971). Vecino de Parque Chas. Y, además: sociólogo, ensayista, editor. Participó en la creación de la editorial “Tinta Limón” y en la de la editorial de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM), donde se desempeña como coordinador y jefe de Publicaciones. Debemos a Sebastián y a su equipo la hermosa edición en 2 tomos de la Poesía reunida de Luis Luchi: Ya veremos qué hacer con los crepúsculos (2021). Autor del libro Nada que esperar. Historia de una amistad política (2023). Colabora en diversas revistas políticas y culturales.
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