
El auto llega a la bocacalle y clava una frenada abrupta. Hay un lugar a centímetros de la esquina. El conductor sabe que cuando estacione obstaculizará al menos media rampa para discapacitados, pero no le importa, prefiere dejarlo ahí antes de seguir dando vueltas. “¿Quién me manda a venir a Palermo en auto?”, se pregunta retóricamente en voz alta. Pone marcha atrás y se lo pega a un Focus, cuyo conductor tendrá que hacer varias maniobras si es que alguna vez pretende salir de allí.
Se baja y emprende a pie las cinco cuadras que lo separan de su destino. Hace calor y el impiadoso sol del mediodía no hace más que recordárselo. Está cansado. Del tránsito, de los aumentos, de la gente que lo rodea, de sus fracasos y ahora también de ese silbido insoportable que por las noches le obstruye la respiración y no lo deja dormir.
Prefiere no pensar en las imperfecciones de la vereda ni en la vibración del celular que le sacude el bolsillo del jean. “Otro reclamo, seguro”, se dice, pero esta vez sólo con el pensamiento. Camina mirando el suelo, ensimismado en ese remolino de ideas y contradicciones que se le acumulan en la cabeza. Hasta que un roce con alguien lo devuelve a la realidad.
– Perdón… – escucha que alguien le dice con timidez.
– ¡Bolita de mierda! ¿Por qué no mirás por dónde vas? ¡Pelotudo!
– Señor, le dije perdón…
– ¡Volvete a tu país, ustedes nos sacan el trabajo, son una plaga y para lo único que sirven es para vender limones y traficar merca!
El otro calla, baja la cabeza. Como suele hacer en estos casos, no dice nada, espera a que pase el chubasco y sigue su marcha ¿Cuántas veces debió soportar episodios similares? ¿Cuántas veces su figura retacona y su tez oscura fueron motivo suficiente de reclamos e insultos ajenos? Entonces se enajena y repasa su historia, su compleja historia.
Sus padres escapados de Bolivia siendo aún niños, después de la revolución del 52’. El hambre y el frío de su niñez, el sonido del viento colándose por la ventana, la falta de juguetes. Su madre vestida de colla, con ropa gastada de colores apagados por el polvo de la calle. Con sus limones, sus pimientos, sus cabezas de ajo y sus hojas de laurel, sobre la manta extendida en la vereda de Liniers. Y su padre, levantándose a la madrugada para llegar a la obra, al principio trabajando de peón, meta pala en los pastones y alcanzar ladrillos, luego, con el tiempo, de medio oficial y ya al final, abasteciendo las constantes demandas de trabajos por cuenta propia, gracias a sus esmerados detalles de albañilería y su prolijidad extrema. Él mismo, con sus propias manos, había levantado la casa, hasta la última teja, con el ahorro transpirado centavo a centavo. Sin embargo, nunca dejó de recibir la acusación de “extranjero robatrabajo”, o lo que es peor, de “bolita de mierda que se viene a matar el hambre a la Argentina”. Como si este no fuese también su país, regado cada día con el sudor de su frente.
Y finalmente él, el hijo querido nacido en esta tierra bendecida, en el que depositaron todas sus esperanzas. Con sacrificio lo impulsaron a estudiar para que fuese capaz de cambiar la triste historia familiar. Él es argentino, aunque esa condición no sea suficiente para conjurar los insultos ni las acusaciones.
Por fin llega a la clínica. Sube al quinto piso e ingresa a su consultorio. Se calza el guardapolvo blanco, se cuelga el estetoscopio y enciende la computadora. Hoy será un día largo. Tiene varios pacientes que atender. Recién entonces, con su habitual gesto amable, le indica a su secretaria que haga ingresar al primero.
Se abre la puerta y lo mira, lo reconoce. Es el tipo que lo insultó hace apenas unos minutos. No dice nada, apenas extiende su mano para indicarle que tome asiento. El otro sólo atina a decir: “perdón doctor, yo no sabía…”.
Lic. Ricardo Daniel Nicolini